12 octubre 2009

MALDICION ETERNA A QUIEN LEA ESTAS PAGINAS

Hacía siglos que buscaban el Libro. Todo empezó como un vago rumor, apenas un cuchicheo de biblioteca. Al principio únicamente se supo el título, De tribus impostoribus –De los tres impostores–. Alguien ensayó un leve argumento; otro consiguió recordar una frase memorable:
Tres personas hay en el mundo que han corrompido a los hombres; un pastor –Moisés–, un médico –Jesús– y un camellero –Mahoma–.

De esta manera comenzó su existencia fantasmal, y no hubo bibliotecario en la cristiandad que no fuera consultado, ni anaquel que no fuera fatigado. Muchos obispos mandaron dar vuelta a los armarios, y los abades más diligentes ordenaron revisar los estantes más oscuros, allá donde ningún monje había alargado su mano el último siglo. Nada apareció y el Libro siguió viviendo en los sueños de los hombres, cada vez más sólido y menos imaginario. Unos pocos suspiraban en secreto por su lectura, porque preferían la quemadura de la verdad a la salvación de su alma. Consultarlo habría supuesto la muerte, así que juraron que otro había recorrido sus páginas, y que el amigo de un amigo lo había sujetado entre sus manos en la lejana Alemania, en Holanda o en Francia.

Una multitud fue acusada de escribir el Libro. Murmuraron acerca de Erasmo de Rotterdam y de Giovanni Bocaccio. De Maquiavelo, de Miguel Servet y de Pietro Aretino. De poetas como John Milton o del pulidor de lentes Baruch Spinoza. Esta fútil lista de ilustres fue creciendo conforme pasaron los años, pero todos negaron escandalizados ser los autores. Unos pocos reconocieron saber de él y extendieron las sospechas a otros hombres, tal vez enemigos, posibles nuevos pastos para la hoguera.

Tenían buenos motivos para tomar precauciones. El ilusorio Libro afirma que las tres grandes religiones del mundo están basadas en la mentira y que sus respectivos fundadores fueron unos cínicos impostores. Que no hay Dios, sino miedo a morir. Que no existe el alma ni la vida futura. Y que antes de nacer, amigo lector, no eramos, y después de expirar volveremos a no ser. Nadie había afirmado tal cosa en los últimos mil quinientos años, así que muchos sintieron estas ideas insoportables. La reina Cristina de Suecia llegó a ofrecer treinta mil francos a quien le consiguiera un ejemplar. Mientras, cientos de jesuitas y frailes dominicos aventaban como sabuesos por las ciudades de media Europa. Ni un sólo volumen apareció para quemar…

A fuerza de ser soñado, el Libro acabó volviéndose real. Primero como copias manuscritas que viajaban bajo ropajes o en el doble fondo de un cofre. Simples papeles hijos de muchas manos y sin un padre reconocido. Un lector dio con una idea, otro añadió algún párrafo feliz. Luego, en 1753, De tribus impostoribus fue dado a la imprenta. Vio la luz en una escasa tirada, sin mención al editor ni a la ciudad de impresión, y mintiendo en la portada sobre el año de su nacimiento –1598–. Fue la primera de sus encarnaciones y pronto se ofrecieron auténticas fortunas para hacerse con él. El Libro viajó de mano en mano, y pudo ser leído por todo el que quiso. Por fin los ateos del mundo –como los cristianos, como los mahometanos– tenían su Libro. ¿Y sabes que pasó, querido lector? Que no pasó nada. Lentamente regresó a su existencia fantasmal, ahora ignorado por los que lo anhelaban. Otra vez se hizo raro. Adelgazó en la memoria de los hombres hasta volver al olvido. Se hizo transparente convertido en curiosidad para bibliófilos y teólogos con mala conciencia. Y Dios ni se inmutó.
Nemo 2009

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