Es sabido: resulta descorazonador que en una crisis económica provocada por las políticas liberales, la izquierda no haya sabido ofrecerse como alternativa. Todo lo contrario. Los partidos socialistas europeos fracasan allá donde van. Se desmoronan como en Alemania. Ni siquiera en España, donde la derecha está atenazada por serios problemas de corrupción, ha conseguido la izquierda levantar el vuelo. Como diría Juan José Millás, qué diablos querrá decir ser de izquierdas.
En este lamentable estado de desorientación ideológica a veces se enciende una luz: la izquierda se diferencia de la derecha por su resistencia sistemática al poder. No es decir mucho, pero es un buen comienzo. Ser de izquierdas más que un programa político es una actitud de desconfianza hacia el que manda: pensar contra el Gobierno, sea cual sea su color; analizar críticamente su discurso, hacer asomar sus contradicciones; obligar en último extremo a que el poderoso ejerza su poder contra nosotros y quede manchado por ello.
¿Es posible ser al mismo tiempo poderoso y crítico con el poder? ¿Es posible ser banquero y rojo? ¿Es posible ser presidente del Gobierno y progresista? ¿Se puede ser dueño de un periódico de ámbito nacional y al mismo tiempo ser de izquierdas? Yo no sería capaz. Si fuera banquero o presidente, sería conservador. Y si tuviera un periódico, querría tenerlo todo bajo control. Nada de columnistas impredecibles y tocahuevos, o demasiado libres, capaces de quedarse en la calle antes que aceptar traslados que consideran improcedentes. Nunca contrataría, por ejemplo, a Rafael Reig.