Anteayer, después de escribir del atentado de Burgos, me escapé al monte. Odio la playa en verano, el cielo estaba cubierto, y refugié mi indignación en el hayedo del Jilguero, en el valle de Cabuérniga. Sube una senda entre hayas erguidas hasta donde se abren los altos prados, después de atravesar el pequeño dominio de los abedules. No hay cobertura telefónica por aquellos caminos, que son del lobo y del corzo, en pleno corazón del Saja. En un tiempo, no lejano pero irrecuperable, el hayedo sentía el canto de amor del urogallo, el más presumido, asombroso y escaso señor de nuestros bosques norteños. Concluido el largo paseo, ya de vuelta por la carretera, oí en la radio lo de Mallorca. El crimen de Mallorca. El asesinato de dos hombres buenos en Mallorca. Un crimen asqueroso y cobarde del terrorismo vasco, que es un terrorismo más infame que otros, porque es de maricones a la antigua usanza, de muerte abandonada en una bomba-lapa y explosionada en la lejanía, o calculada para destrozar cuando los criminales pueden estar disfrutando de su perversidad en una cala azul, la piscina de un club o tirándose a sus madres en la «suite» del mejor hotel de la isla.
Hijos de puta. Los que matan y los que ordenan las muertes. Hijos de puta los que celebran y los que cobijan las culminaciones sangrientas del terrorismo vasco, y escribo vasco porque así es, aunque a muchos, a mi principalmente, me hiera en el alma hacerlo. Hijos de puta los que piensan que los muertos y sus familias son equiparables a los asesinos y las suyas. Hijos de puta los que enaltecen a quienes han hecho de la vieja Euskalerría, la Euskal-Herría con «h» inventada de hoy. Hijos de puta los que, sabiendo dónde estaban y en qué lugares del País Vasco vivían tranquilos y sonrientes, nada hicieron para perseguir o detener a los asesinos. Al fin y al cabo, «no está bien luchar contra los nuestros». Hijos de puta los que usan de la Santa Cruz para establecer comparaciones y distribuir las culpas y los motivos equitativamente. Por supuesto que la Iglesia vasca está compuesta por centenares de sacerdotes ejemplares, pero también del mismo número de prelados, arciprestes, párrocos y fieles a los que llamar «hijos de puta» en su acepción de maldad no traspasa la frontera de la definición. Hijos de puta los que mantienen voluntariamente con su dinero a los asesinos, que no son otra cosa que trabajadores de una industria vasca dedicada al crimen, y muy rentable, por cierto. Hijos de puta los que se ofrecen a mediar en negociaciones insoportables para la dignidad de un Estado de Derecho. El cura irlandés ese, y el mamaraché argentino con su Premio Nobel, y la gorda asquerosa del pañuelo anudado a la cabeza que viaja en primera clase por todo el mundo sembrando el odio. Hijos de puta los gobernantes que toleran la presencia de los terroristas en sus países. Hijo de puta, con carácter retroactivo, pero siempre presente para los que tenemos memoria, Su Majestad Imperial Valerý Giscard D’Estaign, que abrió los brazos generosos de Francia a todos los criminales de la ETA, y a sus cómplices, y a sus instructores de destrucción y muerte. Y honor, inmenso honor, proclamado entre lágrimas, a don Carlos Sáenz de Tejada y don Diego Salva, guardias civiles al servicio del orden y de la paz, de la justicia y de la concordia, muertos traidoramente por los hijos de puta cobardes que mantienen el negocio del terrorismo vasco.
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