Autor: Eduard Punset 24 abril 2011
Cuando muchas personas se empeñan en explicar lo que creen o piensan –la mayor parte de las conversaciones trata de eso–, siempre tengo la tentación de sugerirles que me hablen solo de lo que ya está probado. “¿Se ha podido demostrar? ¿Lo que dices se ha comprobado ya?”
Claro que podríamos hablar de cantidad de cosas que no se han podido probar todavía: por ejemplo, ¿existen los extraterrestres? ¿Creó Dios el universo? Y de ser cierto que un tercio de la materia que existe es oscura –es decir, no tenemos ni idea de lo que es–, ¿llegaremos un día a saberlo? Este tipo de preguntas son propias del segundo gran grupo de dogmáticos: los científicos.
El primer gran grupo, en cambio, lo forman los que nunca han considerado como hechos sorprendentes los grandes descubrimientos científicos. No les interesa la ciencia, que han opuesto siempre a la filosofía, su disciplina predilecta. “Mire por donde –suelen decir ellos–, he tenido un sueño esplendoroso que anticipaba con un detalle increíble lo que me iba a ocurrir hoy”. Es la misma gente que no suele querer cambiar de opinión, porque lo considera una especie de confesión de que se habían equivocado; no desean por nada del mundo dejar de ser quienes son.
Los del segundo grupo –el de los llamados a sí mismos “científicos”– pueden ser tan dogmáticos como los primeros. Actúan como si nunca hubieran oído el principio básico del que arranca todo el método científico: “Les voy a sugerir una tesis que he podido comprobar de momento y que, por lo tanto, hasta que otro no me demuestre lo contrario, va a misa”, dijeron los fundadores del método positivo. “Yo afirmo –dijo un día el gran científico Newton– que el tiempo es absoluto e igual para todo el mundo”; esta fue la tesis por él comprobada de la naturaleza incólume del tiempo. Hasta que vino Einstein poco después y comprobó que el tiempo era relativo; que su duración e identidad dependían de la velocidad a la que se desplazaba el sujeto cuyo tiempo se medía y de la masa gravitatoria que lo rodeaba.
El primer grupo, sin embargo, se aferra a la eternidad. Las verdades y medias verdades lo son para siempre. Los dogmas no pueden alterarse pase lo que pase alrededor nuestro. Los dogmáticos están reñidos con la humildad necesaria para aceptar que las cosas pueden cambiar, empezando por sus propias convicciones y ellos mismos. ¡Dios mío! No me digan que no es sorprendente que la mayor parte del género humano, sumida en un mundo cambiante de géneros, etnias, estaciones, edades y pensamientos, se haya aferrado a unas cuantas ideas básicas de carácter supuestamente permanente. “Lo que te digo siempre fue así y siempre lo será”.
A los dogmáticos del segundo grupo, a los que se llaman “científicos”, en cambio, les cuesta admitir que un día, en el futuro lejano, la ciencia pueda terminar diciendo que ya ha descubierto todo lo que podía descubrir y que el cerebro no da para más. A lo largo de los últimos tres millones de años el cerebro humano, medido en relación al cuerpo, se ha multiplicado por tres. Ahora mismo no sabemos si ese cerebro, que la evolución ha ido pergeñando para sobrevivir y no para descubrir el origen de la materia y el universo, seguirá siendo una especie de chapuza bastante indicada para protegernos de los terremotos sociales y de la naturaleza. O si, por el contrario, nos permitirá adentrarnos en todos los secretos de la vida y del universo.
Lo que sí sabemos es que se puede ser dogmático en cualquiera de los dos grupos, en el de los creyentes y en el de los científicos, en el de derechas y en el de izquierdas.
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