Érase una vez unos pescadores que no tenían donde pescar porque, durante décadas, habían expoliado las aguas más próximas hasta despoblarlas. Las empresas pesqueras, empujadas por el hambre insaciable del libre mercado, decidieron faenar en aguas hostiles, en la frontera de un país sin gobierno ni esperanza. Penetraron en el corazón de las tinieblas con la maximización de beneficios por bandera y la bendición de la Unión Europea.
La situación de los 36 tripulantes del Alakrana es cada día más angustiosa, y el desenlace no parece próximo ni sencillo. Los alcaldes de Bermeo, Mundaka y Santurtzi han pedido al Gobierno que “sea práctico” y entregue a los piratas detenidos. Y los partidos políticos, tras criticar al Gobierno durante días por negociar tan mal con los chantajistas, muestran ahora su apoyo incondicional al Ejecutivo. Es lo que en dramaturgia política se llama “escenificación de unidad”.
La principal obligación del Estado de Derecho es garantizar la seguridad de sus ciudadanos, incluso cuando se meten en problemas por correr riesgos indebidos. Lo que no debe hacer el Estado de Derecho es financiar esos riesgos ni apoyarlos en ningún caso. Ésta, sin embargo, es una práctica habitual que tiende a pasar inadvertida a la opinión pública hasta que una primera plana nos explota en la manos.
La polémica de la seguridad a bordo y el secuestro del Alakrana han arrinconado la verdadera pregunta: ¿a quién compensa esta situación? Los atunes no son la base de la economía española, ni de la vasca. Y sin embargo, cada cierto tiempo, decenas de hombres se embarcan en botes ultratecnológicos rumbo a un país con 8 millones de desesperados sólo para alargar la agonía de un sector en fase terminal, un modelo de negocio sin futuro alguno. Por supuesto que hay familias que viven de esa pesca, como las hay que viven de todos los sectores en decadencia, y siempre resulta dramático. Biólogos y ecologistas llevan décadas advirtiendo a voz en grito del peligro medioambiental y económico de sobreexplotar nuestros mares sin que nadie, ni empresarios ni instituciones les hayan tomado en serio.
Salvemos a esos marineros haciendo uso de todas las herramientas de que disponemos. Y, cuando estén por fin en casa, abramos un debate sobre la legitimidad de mandar hombres al abismo por el beneficio económico de unas pocas empresas. Si realmente queremos ayudar a los pescadores, invirtamos las subvenciones en reciclar a quienes no tiene más remedio que jugarse la vida por un puñado de atunes.
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