Imaginen una noche en la que el cielo parece una lona negra, una cubierta opaca, un techo hondo, sin un solo punto de luz. Invisible gracias a la oscuridad reinante, y silenciosa, debido a su tecnología, una nave extraterrestre atraviesa el cielo y se posa con suavidad en algún paraje solitario de la Comunidad Valenciana. Tras unos segundos de quietud, se abre una puerta-rampa por la que descienden Francisco Camps, vestido con la versión platónica de un traje de Milano; Ricardo Costa, enfundado en una camisa arquetípica de Lacoste (y con un Franck Muller que canta más que la propia nave); y Rita Barberá, con un cardado canónico en la cabeza y un bolso de Louis Vuitton en el brazo. En efecto, vienen a conquistar la Tierra y los han disfrazado de acuerdo a informaciones parciales que los extraterrestres tienen de nosotros. No obstante, y por si se hubieran pasado con la caracterización, los hacen descender en un lugar donde la afición a las fallas ha borrado la frontera entre la caricatura y la realidad.
El caso es que el curita típico, el pijo modelo y la mujer de rompe y rasga ejemplar logran, pese a su amaneramiento, ganarse la confianza de la población a la que pretenden someter. Completada la seducción, empiezan a lanzar esporas que arraigan en cabezas como la de Álvarez Cascos, la de Ana Botella, la de Alejandro Agag, la de Bárcenas, la de Aznar, todas ellas, observadas desde la perspectiva que da el tiempo, un poco marcianas. Como todos los colonizadores, se sirven para alcanzar sus objetivos de aborígenes sin escrúpulos tipo Paco Correa, De la Rúa o El Bigotes. El asunto ha hecho metástasis por doquier y aún no conocemos el número de cabezas infectadas. Pero peor hubiera sido que conquistaran el palacio de la Moncloa y desde él hubieran invadido el mundo (de hecho, Camps ya se había fijado en Obama).
JUAN JOSÉ MILLÁS
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