Ante la migraña, no hay refundación que se resista. Mi hijo la padece, desde hace años, y su vida es un sinvivir. Siempre te parece, a su lado, que le hablas demasiado alto, que te mueves demasiado deprisa, que respiras demasiado fuerte, que necesitas poquisima luz, que el timbre de tu teléfono móvil está ajustado a un volumen fronterizo con la tortura...
Está fastidiado a pesar de que le han hecho de todo, punciones en la frente, sesiones de noséquéterapia, de que ha viajado a visitarse con la crème de la crème... Ronda los treintaytantos y su dolencia, tenaz e implacable como una maldición, remite cuando le parece o le ataca por la espalda al menor descuido, o enarbola la razón del porquesí para preñar su vida del dolor más atroz, inacabable, gratuito y esclavo.
Con el arrojo de quien se yergue contra la injusticia, o acaso con la desesperación de quien no tiene otra que hacer algo, mi hijo no se da por vencido y se asocia y edita libros divulgativos sobre el tenebroso mal que tan profundo le afecta, empeñado en encontrar para sí mismo y sus hermanos en el perpetuo malestar alguna solidaridad, alguna solución que se parezca remotamente al alivio de su pertinaz dolencia, ante la indiferencia de la administración del Estado que ni siquiera se ha dignado considerar como crónica esta trágica enfermedad, feroz donde las haya, y susceptibles por tanto quienes la padecen de percibir de la Seguridad Social el tratamiento que por dolor e incapacidad sobrevenida les corresponde. Ni más ni menos que el mismo que ya desde hace tiempo reciben quienes padecen de migraña en Europa.
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